EL SUEÑO DE DIONISIO (1)


El hombre mantenía la mirada fija a su frente, clavada en el asfalto que desaparecía bajo las ruedas. A su lado una mujer parloteaba sin descanso, parecía no darse cuenta que su compañero de viaje hacía rato que había desconectado. Probablemente tampoco le importaba. La mujer disfrutaba oyéndose a sí misma, hablaba y hablaba, recreándose en su desagradable tono de voz.

Por suerte la carretera estaba desierta. Nada extraño, ¿A quién se le iba a ocurrir ir a merendar a la playa en enero? A nadie en su sano juicio, pero ella...  Esa mañana la señora se despertó con nostalgia de mar y, ¡cómo no!, se empeñó en que Dionisio la llevara. No importaba que su marido hubiese trabajado el sábado por la noche ( turno aceptado para conseguir algún dinero extra con el fin de regalarle a su santa un visón más caro que el de la vecina), ni que hiciese una temperatura bajo cero. "A la orilla del mar el clima es más cálido", fue la respuesta de ella ante la única objeción del esposo.

Ahora regresaban a casa tras una tarde infernal. Ella se quejaba por haberse dejado arrastrar por las absurdas ideas de su marido ¡ah, si hubiese hecho caso a su madre! ¡Mira que llevarla al mar en pleno invierno!
Él  estaba acostumbrado a cargar con la culpa, siempre era culpable. Y desde luego, así se sentía. Culpable de casarse con una arpía, culpable de callar, culpable por no odiarla lo suficiente como para cerrarle la maldita boca, culpable por quedarse.

El coche devoraba kilómetros de carretera comarcal mientras Dionisio dejaba volar su mente por encima de las repetidas quejas. Imaginaba estar inmerso en un sueño premonitorio del que no tardaría en despertar. Y cuando lo hiciera no acudiría a la infausta cita a ciegas donde conoció a Piedad. ¡ Sí, sí, Piedad...!  Por un momento soltó el volante para pellizcarse, quizá despertara de la pesadilla. Un alarido le atravesó los tímpanos sobresaltándole y dio un volantazo que acabó con el Seat en la cuneta.
La retahíla de maldiciones y juramentos tras el accidente fue la habitual. Él se aferraba al volante con fuerza, notaba como su respiración se aceleraba al compás de los latidos de su corazón. Notó la rabia correr por sus venas en dirección a su cerebro. Iba a saltar, iba a gritarle su verdad. Pero un "¡estoy harto de ti!" quedó colgado en sus labios cuando una luz, tan intensa que tuvo que cerrar los ojos, los envolvió. 
 
Lo primero que pensó fue –mira que son eficientes los del 112 que no he tenido ni que llamarles- pero inmediatamente se dio cuenta de que eso era absurdo. En este país estas cosas no ocurren. ¿Entonces quién era el idiota que les apuntaba con aquel foco cegador? Era imposible ver nada, aquello tenía tal potencia lumínica que ni cerrando los párpados era capaz a eludirla. Luego la radio se descontroló y las interferencias se subieron de volumen molestamente. Cuando, palpando, consiguió apagar la radio se percató de que los ruidos mantenían la frecuencia y volumen que tan molestos resultaban. Aunque eso sí, ahora ya no oía a su Piedad. Y es que todo lo malo tiene algo de bueno.

Se cansó de gritarle, era imposible que pudiese escucharle con los ruidos de la radio, ¿por qué no la apagaba?, claro, para no oírla. Aquel hombre la desesperaba. No tenía iniciativa ninguna, en ocasiones como ésta era cuando más lamentaba no haberse casado con su primo Toribio. No era guapo, pero había sabido abrirse camino en la vida sin sentimientos de culpa, su primo sí que era un triunfador y no su birria de hombre. Seguro que Toribio ya hubiese bajado del coche y habría puesto a todo el mundo en su sitio. Orden, Toribio sí que era un hombre de orden y eso es algo que los demás perciben. En el caso de su primo era más fácil porque no se quitaba el uniforme de sargento de la Guardia Civil más que para dormir. Decía que sin el uniforme se sentía desnudo y eso era algo que a él le producía asco. La desnudez propia sería porque bien que se gastaba los cuartos en ir de fulanas, que desde que le dejó la Amelia por un brasileño que no tenía donde caerse muerto pero que al parecer tenía una buena agarradera, se había vuelto un putero  de cuidado.


...CONTINÚA... 

Eugenia Soto Alejandre  
Fernando García Crespo

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