VATICINIOS
El sol calentaba mi piel mientras,
con los ojos cerrados, dejaba que el sonido de las olas se me colara en
los oídos para mecer mis cansadas neuronas, poco a poco mi mente se quedaba
en blanco, sin pensamientos ni preocupaciones, sin deseos ni fantasías...
¡RINGGG.......!
Di un respingo, ¿un timbre?. Tardé
unos segundos en regresar de la playa. ¡Con lo que me costó llegar hasta
ella y lo rápido que un botón me devolvía a la realidad del sofá!
Semanas probando el dichoso CD
de relajación, recomendación de mi amiga Margarita, sin lograr escapar
al paraíso salado y, cuando lo consigo, viene la realidad para arrancarme
de mi merecida paz.
Cierto que nunca he confiado mucho
en las ideas de mi amiga, normalmente basadas en los principios del gurú
de turno. Margarita, cada vez que tenía una crisis sentimental, ¡y han
sido muchas!, intenta mitigar su pena con las enseñanzas de algún guía
espiritual. Ya había hecho de todo: llevar un collar de dientes, supuestamente
del profeta Rhamiyande, quien tenía la capacidad de regenerar su dentadura
constantemente. ¿Para qué le servía esa capacidad? Pues para arrancarse
incisivos y molares con la única finalidad de confeccionar collares mágicos,
los cuales mostrarían la luz a sus portadores. Por supuesto tenían un precio,
la voluntad, pero la voluntad tenía un mínimo de seiscientos euros. ¡Bien
poco a cambio de la felicidad! También, durante un tiempo, llevó un sombrero
de papiro del Nilo que recibiría la energía de Isis para atraer el
amor. Esto no le duró, no se veía favorecida con un cucurucho aplastándole
la permanente (podía haberlo pensado antes de gastarse un dineral en un
pedazo de papel). Y así podría enumerar una larga lista de amuletos, talismanes
y prendas extrañas con capacidades mágicas y precios astronómicos, eso
sí, siempre voluntarios, cuya utilidad nunca se llegaba a ver, incluso
algunos le hicieron perderse más de lo normal.
Todo esto pasaba vertiginoso por
mi cabeza mientras me dirigía a la puerta, intuía que era ella, ¿qué artilugio
sería el elegido en esta ocasión? Con suerte se trataría de un elixir del
olvido...
Margarita entró como una exhalación
en casa, sin hablar y con unas enormes gafas de sol ocultando sus ojos,
al tiempo que mi playa quedaba arrasada por un maremoto ( a mí estas modas
de cambiar el nombre a las cosas me pone de los nervios, si existe maremoto
¿por qué se empeñan en llamarlo tsunami?). Se dejó caer sobre mi
añorado sofá ocupándolo a lo largo, con deje de diva trágica de los 20
cuando el cine mudo obligaba a los actores a exagerar sus gestos, y suspiró.
No me apetecía lo más mínimo preguntarle
la razón de su desasosiego e intenté desviar el tema comentándole lo guapa
que la veía, sin embargo ella conocía la táctica y no me dejó ni un resquicio
para librarme de su última iluminación. Se quitó las gafas y ante la visión
de unos ojos enrojecidos como jamás vi e hinchados como pelotas de ping
pong (no, no exagero) no pude hacer otra cosa que preguntar.
Entonces, Margarita, como si fuese
un perro de Paulov esperando la señal, aspiró profundamente y con una calma
poco habitual en ella comenzó a relatarme otra de sus historias.
Debo reconocer que me encantan
sus desventuras, no por verla penar, que sufrir, sufre una barbaridad durante
un tiempo (breve, eso sí), sino por sus vivencias. De dónde sacará esta
mujer la energía necesaria para iniciar tantas veces el mismo camino con
resultado similar (caída libre por el primer precipicio a la derecha o
a la izquierda, según se mire).
A lo que iba, mi amiga siempre
comienza a contarme sus penas del mismo modo: “Jo, tía, qué desgraciadita
que soy...”
Por lo visto al último galán lo
había conocido en el supermercado, en la sección de detergentes. El individuo,
recién separado, necesitó asesoramiento y, ¡Oh, cosas de la vida!, allí
estaba ella para dárselo sobre productos de limpieza o lo que hiciera falta.
El hombre en cuestión tenía unos ojos negros irresistibles además de un
trasero bien colocado (y de eso queda ya tan poco...)
De la sección de droguería del
Hiperplus al dormitorio de Margarita mediaron quinientos metros más un
paso de peatones. Y de su cama a la consulta de la vidente del barrio,
mediaron un par de semanas.
Me contó una historia similar a
otras ya vividas, se habían amado apasionadamente por todos los rincones
del apartamento y cuando se acabaron los metros cuadrados se
agotó el romance. El amante no regresó ni a recoger el detergente.
Solo que en esta ocasión, Margarita
sentía que se había enamorado de verdad. Por lo que la desaparición del
amante la había sumido en un profundo abismo, tan profundo que ni los vaticinios
favorables de la arregla vidas de turno habían logrado mitigar su pena.
Es más, (aún no doy crédito) tan siquiera buscaba algún trasto milagroso
para huir de su tristeza. Probablemente había comprendido que la única
solución estaba en su capacidad de olvido, esa extraña cualidad que se
manifiesta cuando menos oportuna es y desaparece cuando se hace necesaria.
Estaba hecha polvo, jamás la vi
tan frustrada. La dejé gimotear sobre el diván durante toda la tarde. Al
anochecer mi amiga, cercana a la deshidratación, se fue.
Desde mi ventana observé a Margarita
doblar la esquina cabizbaja, parecía la sombra de aquella alocada que provocaba
mi sonrisa cuando estaba contenta. Llegó a darme un poquito de lástima,
pero seguramente se recuperaría, siempre se recuperaba. ¡Si lo sabría yo!
Apenas faltaban unos minutos para
las doce, ¡mecachis, casi se me hace tarde! ¡Ay, si Margarita supiese todo
el trabajo que me da!
***
La
mujer entró en el ascensor con un puñado de llaves en la mano, introdujo
una pequeñita en la cerradura que permitía el acceso a las bodegas del
edificio. Debido a la oleada de robos acaecida en los últimos años la comunidad
se había visto obligada a restringir el paso a los subterráneos del edificio.
En su momento a ella le pareció una idea formidable, de hecho había sido
su más ferviente defensora (hasta el punto de encargarse personalmente
de hacer desaparecer pertenencias vecinales con un único fin: sembrar desconfianza
entre los propietarios y así lograr su objetivo).
Olía a tierra mojada. Le encantaba
este olor, disfrutaba de él dejando que anegase sus pulmones e inundase
de sensaciones su cerebro. Sin prisa caminó hasta el cuartucho correspondiente
a su apartamento. Se detuvo ante la puerta, una puerta de metal gris idéntica
a las demás de la hilera salvo en el número. Acercó la oreja como esperando
escuchar algo. Nada, no se oía nada. Se sonrió, ¡por supuesto que no se
iba a oír nada!
Disfrutó de la emoción de girar
el llavín. Ahora, tras la visita de su querida amiga, tenía la certeza
de obrar adecuadamente.
***
El hombre ignoraba cómo había llegado
hasta aquel lugar oscuro y húmedo. La atmósfera estaba cargada con un hedor
dulzón que su mente se negaba a reconocer. Estaba asustado, el hecho
de hallarse amordazado y tener las manos apresadas con grilletes no le
ayudaba a sentir seguridad. Pensaba en Marga... Sí, se había vuelto loco
por esa mujer singular, extravagante pero maravillosa. ¿Lo estaría buscando?
El murmullo de unos pasos lo sacó
del agradable recuerdo. La luz se hizo y el terror le produjo una especie
de latigazo que recorrió su espina dorsal. ¡Estaba en una catacumba atestada
de cadáveres apilados contra las paredes! No, esto no podía ser real, estaba
viviendo una terrible pesadilla. Él estaba dormido entre los cálidos brazos
de su Margarita. Pronto sus caricias le despertarían y se perderían amparados
por el amanecer...
***
La mujer lo observó desde el umbral.
¡Lo que hace una por el bien de sus amigas! A ver si Margarita se hartaba
algún día de hombres, empezaba a sentirse cansada de hacerlos desaparecer.
Además, cada vez tenía menos espacio y menos presupuesto para ambientadores,
¡maldito euro! Aunque lo que más le exasperaba era la incompetencia de
los y las agoreros/as. Por mucho que su amiga les preguntaba, no eran capaces
de adivinar el destino de aquellos que metía entre sus sábanas.
FIN
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