EL SUEÑO DE DIONISIO (7)

Dionisio ya se veía en el interior del platillo, rodeado de sensuales marcianas con la misión de intercambiar fluidos con él mientras  su santa, empeñada  en seguirle , sería enchufada a unos electrodos que a base de dolorosas descargas le borrarían esa mala leche que se gastaba... Podría jurarlo, era el momento más feliz de su vida, estaba en pleno éxtasis.

Piedad notaba punzadas de dolor en los dedos, no era capaz de soltar el puñetero móvil que no servía para nada. Su terquedad la había puesto en una situación absurda, suspendida en la nada a punto de ser engullida por el vehículo de unos marcianos y con el pelo hecho un desastre. Por otro lado, le picaba la curiosidad ¿cómo sería esa gente?


Entretanto, apenas a un par de kilómetros de allí, el sargento Toribio, su subordinado y siete hombrecillos iluminados se apretujaban en un todoterreno que saltaba con cada bache. Toribio mantenía la vista clavada en el horizonte, no pestañeaba e intentaba ordenar los últimos acontecimientos en la cabeza. Ya se veía condecorado, recibiendo honores por acabar con una célula terrorista. Tendría que prohibir a los enanos salir del coche, no fuesen a estropear la misión. Él no estaba muy seguro de recogerlos pero Montoya, ¡el bueno de Montoya! se había empeñado en rescatarlos, con lo sencillo que hubiera sido llamar a la grúa.

Montoya conducía inmerso en sus fantasías. Seguramente toda esta historia sería otra de las gansadas del sargento. En cuanto lo comprobasen él acercaría a los accidentados enanitos a su  hotel. Aceleró. Cuanto antes llegasen a dónde quiera que fuese, antes podría sentirse una blancanieves moderna. Viajaban sin sirena y sin luces, Toribio aseguraba que el factor sorpresa era esencial, por lo que no se percataron del extraño individuo que caminaba por el arcén absorto en su realidad. Casi lo atropellan pero ni unos ni el otro se dieron cuenta.


En el interior de la nave residía el caos. El piloto de primera Zenitram se lamentaba de la ineptitud de su tripulación, así nunca dejaría de dirigir una recicladora de residuos, un despiste de nada y estrellan el vehículo contra el primer planetucho a la izquierda. Si el trabajo era sencillo, llevar un cargamento de residuos y abandonarlo en el primer asteroide despoblado que encontraran. Un año-luz de nada y el enchufado de turno se encarga de arrasar con sus planes de futuro. Encima el rayo abductor se había averiado. Estaba absorbiendo a una pareja de indígenas, menudo lío.


Regina sentía la fuerza de los latidos de  su corazón. Se veía a sí misma recogiendo el TP de oro, exhibiendo su perfecta sonrisa mientras agradecía al público el premio. La emoción la embargó hasta el punto que su respiración se agitó convirtiéndose en una serie de jadeos cortos. Txumi lo interpretó del único modo que su calenturienta forma de ser podía hacerlo, perdiendo por completo la noción de la realidad. Comenzó a fantasear sobre las verdaderas intenciones de la joven y algo se removió en su entrepierna. Acalorado, soltó la mano del volante para palpar el muslo de la mujer, quien apenas tardó unos segundos en propinarle una bofetada que casi lo saca del coche. Txumi cayó de su ensoñación con la mejilla dolorida y si no llega  a ser por  la escena con la que se toparon al dar la curva, Regina le hubiera arrancado la piel a tiras.

En el centro de la calzaba se hallaba un individuo con un casco de espeleólogo, cuyo foco encendido le acababa de librar de un atropello seguro, arrodillado sobre la línea continua y con la oreja pegada al suelo. Las ruedas del mercedes humeaban a causa del frenazo y Txumi, humeaba por la fugaz visión de un pecho de Regina huido del  escote. La impresión dactilar sobre su mejilla lo disuadió de intentar atraparlo.

La que salió como una fiera del coche fue la antigua Raimunda. Los ojos le llameaban y su boca escupía veneno exigiendo una explicación al individuo, quien, absorto en su tarea de escuchar sobre el asfalto, no se  enteraba del jaleo. Estaba intentando averiguar la dirección a tomar, no era plan de andar por ahí a lo loco. El armamento pesaba una barbaridad, además estaba lo del ojo. Hacía rato que no molestaba. Le dolía el cuello y decidió cambiar de postura. Entonces la vio ante él, como una diosa  en tres dimensiones.

¡Demonios! ¡La tetuda de la tele! - La exclamación fue seguida de un sonoro cachete que envió el casco a varios metros de donde se encontraba. El maldito rayo cósmico volvía a hacer de las suyas. No era posible que la protagonista de su deseo estuviera ante él y antes de ser consciente del gesto, su mano tomó la dirección equivocada. En esta ocasión un puntapié lo dejó tendido boca arriba. La visión del firmamento le hizo el efecto de una ducha fría que le devolvió su escasa lucidez.
 


...CONTINÚA...

Eugenia Soto Alejandre
Fernando García Crespo

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